Este diciembre tuve la fortuna de asistir al taller de poesía en la hermosa Quinta Leonor. La experiencia fue enormemente grata, en muchos más sentidos de los que me esperaba. Esperaba un taller formidable y lo tuve, no sólo porque lo conducía Francisco Segovia, poeta muy admirado; sino porque nos trajo de Gilgamesh a Basho y de Safo a Tablada, pensando en lo diverso y lo cercano, y nos puso a escribir, leer, leernos; y porque todo el tiempo propició el intercambio de visiones y sentires. También porque el taller nos dejó conocer a los desconocidos compañeros y, al compartir con ellos las tres deliciosas comidas durante dos días, se generó una cómoda confianza. A esto hay que sumarle el clima hermoso, el jardín centenario, el amate de más de medio milenio como guardián de todo. Y aún más: dormimos delicioso (con sábanas bordadas), el agüita caliente de la regadera no se acababa nunca, nos cantaron los pájaros, jugamos con los perros y, si no fuera porque el mundo real también existe, nos hubiéramos quedado ahí a vivir, así de bienvenidos nos sentimos. Ahora sólo queda asechar por la bonita página de la Quinta Leonor y por nuestras agendas, la primerísima oportunidad de volver a gozar de otro taller.